Fragmento de “Un
reo de muerte” de Mariano José de Larra
Habiendo
de parapetarme en las costumbres, la primera idea que me ocurre es que el
hábito de vivir en ellas, y la repetición diaria de las escenas de nuestra
sociedad, nos impide muchas veces pararnos solamente a considerarlas, y casi
siempre nos hace mirar como naturales cosas que en mi sentir no debieran
parecérnoslo tanto. Las tres cuartas partes de los hombres viven de tal o cual
manera porque de tal o cual manera nacieron y crecieron; no es una gran razón;
pero ésta es la dificultad que hay para hacer reformas. He aquí por qué las
leyes difícilmente pueden ser otra cosa que el índice reglamentario y
obligatorio de las costumbres; he aquí por qué caducan multitud de leyes que no
se derogan; he aquí la clave de lo mucho que cuesta hacer libre por las leyes a
un pueblo esclavo por sus costumbres.
Pero
nos apartamos demasiado de nuestro objeto: volvamos a él; este hábito de la
pena de muerte, reglamentada y judicialmente llevada a cabo en los pueblos
modernos con un abuso inexplicable, supuesto que la sociedad al aplicarla no
hace más que suprimir de su mismo cuerpo uno de sus miembros, es causa de que
se oiga con la mayor indiferencia el fatídico grito que desde el amanecer
resuena por las calles del gran pueblo, y que uno de nuestros amigos acaba de
poner atinadísimamente por estribillo a un trozo de poesía romántica:
Para hacer bien por el alma
del que van a ajusticiar.
Ese grito, precedido por la lúgubre campanilla,
tan inmediata y constantemente como sigue la llama al humo, y el alma al
cuerpo; este grito que implora la piedad religiosa en favor de una parte del
ser que va a morir, se confunde en los aires con las voces de los que venden y
revenden por las calles los géneros de alimento y de vida para los que han de
vivir aquel día. No sabemos si algún reo de muerte habrá hecho esta singular
observación, pero debe ser horrible a sus oídos el último grito que ha de oír
de la coliflorera que pasa atronando las calles a
su lado.
Leída
y notificada al reo la sentencia, y la última venganza que toma de él la
sociedad entera, en lucha por cierto desigual, el desgraciado es trasladado a
la capilla, en donde la religión se apodera de él como de una presa ya segura;
la justicia divina espera allí a recibirle de manos de la humana. Horas
mortales transcurren allí para él; gran consuelo debe de ser el creer en un
Dios, cuando es preciso prescindir de los hombres, o, por mejor decir, cuando
ellos prescinden de uno. (…)
Llegada
la hora fatal entonan todos los presos de la cárcel, compañeros de destino del
sentenciado, y sus sucesores acaso, una salve en un compás monótono, y que
contrasta singularmente con las jácaras y coplas populares, inmorales e
irreligiosas, que momentos antes componían, juntamente con las preces de la
religión, el ruido de los patios y calabozos del espantoso edificio. El que hoy
canta esa salve se la oirá cantar mañana.
En
seguida, la cofradía vulgarmente dicha de la Paz y Caridad recibe al reo, que, vestido
de una túnica y un bonete amarillos, es trasladado atado de pies y manos sobre
un animal, que sin duda por ser el más útil y paciente, es el más despreciado,
y la marcha fúnebre comienza.
Un
pueblo entero obstruye ya las calles del tránsito. Las ventanas y balcones
están coronados de espectadores sin fin, que se pisan, se apiñan, y se agrupan
para devorar con la vista el último dolor del hombre.
–¿Qué
espera esa multitud? –diría un extranjero que desconociese las costumbres–. ¿Es
un rey el que va a pasar; ese ser coronado, que es todo un espectáculo para un
pueblo? ¿Es un día solemne? ¿Es una pública festividad? ¿Qué hacen ociosos esos
artesanos? ¿Qué curiosea esta nación?
Nada
de eso. Ese pueblo de hombres va a ver morir a un hombre.
–¿Dónde
va?
–¿Quién
es?
–¡Pobrecillo!
–Merecido
lo tiene.
–¡Ay!,
si va muerto ya.
–¿Va
sereno?
–¡Qué
entero va!
He
aquí las preguntas y expresiones que se oyen resonar en derredor. Numerosos
piquetes de infantería y caballería esperan en torno del patíbulo. He notado
que en semejante acto siempre hay alguna corrida; el terror que la situación
del momento imprime en los ánimos causa la mitad del desorden; la otra mitad es
obra de la tropa que va a poner orden. ¡Siempre bayonetas en todas partes!
¿Cuándo veremos una sociedad sin bayonetas? ¡No se puede vivir sin instrumentos
de muerte! Esto no hace por cierto el elogio de la sociedad ni del hombre.
No
sé por qué al llegar siempre a la plazuela de la Cebada mis ideas toman una
tintura singular de melancolía, de indignación y de desprecio. No quiero entrar
en la cuestión tan debatida del derecho que puede tener la sociedad de
mutilarse a sí propia; siempre resultaría ser el derecho de la fuerza, y
mientras no haya otro mejor en el mundo, ¿qué loco se atrevería a rebatir ese?
Pienso solo en la sangre inocente que ha manchado la plazuela; en la que la
manchará todavía. ¡Un ser que como el hombre no puede vivir sin matar, tiene la
osadía, la incomprensible vanidad de presumirse perfecto!
Un
tablado se levanta en un lado de la plazuela: la tablazón desnuda manifiesta
que el reo no es noble. ¿Qué quiere decir un reo noble? ¿Qué quiere decir
garrote vil? Quiere decir indudablemente que no hay idea positiva ni sublime
que el hombre no impregne de ridiculeces.
Mientras
estas reflexiones han vagado por mi imaginación, el reo ha llegado al patíbulo;
en el día no son ya tres palos de que pende la vida del hombre; es un palo
sólo; esta diferencia esencial de la horca al garrote me recordaba la fábula de
los Carneros de Casti, a quienes su amo proponía, no si debían morir, sino si
debían morir cocidos o asados. Sonreíame todavía de este pequeño recuerdo,
cuando las cabezas de todos, vueltas al lugar de la escena, me pusieron delante
que había llegado el momento de la catástrofe; el que sólo había robado acaso a
la sociedad, iba a ser muerto por ella; la sociedad también da ciento por uno:
si había hecho mal matando a otro, la sociedad iba a hacer bien matándole a él.
Un mal se iba a remediar con dos. El reo se sentó por fin. ¡Horrible asiento!
Miré al reloj: las doce y diez minutos; el hombre vivía aún… De allí a un
momento una lúgubre campanada de San Millán, semejante el estruendo de las
puertas de la eternidad que se abrían, resonó por la plazuela; el hombre no
existía ya; todavía no eran las doce y once minutos. “La sociedad, exclamé,
estará ya satisfecha: ya ha muerto un hombre.”
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