TEXTOS
DEL SIGLO XVIII
LÍRICA
“De
los labios de Dorila” de Juan Meléndez Valdés
La rosa de Citeres,
primicia del verano,
delicia de los dioses
y adorno de los campos,
objeto del deseo
de las bellas, del llanto
del Alba feliz hija,
del dulce Amor cuidado,
¡oh, cuán atrás se queda
si necio la comparo
en púrpura y fragancia,
Dorila, con tus labios!,
ora el virginal seno
al soplo regalado
de aura vital desplegue
del sol al primer rayo,
o inunde en grato aroma
tu seno relevado,
más feliz si tú inclinas
la nariz por gozarlo.
“A
la peligrosa enfermedad de Filis” de José Cadalso
Si el cielo está sin luces
el campo está sin flores
los pájaros no cantan
los arroyos no corren
no saltan los corderos
no bailan los pastores
los troncos no dan frutos
los ecos no responden...
es que enfermó mi Filis
y está suspenso el orbe.
“La zorra y las uvas”
de Félix María de Samaniego
Es voz común que a más del mediodía
en ayunas la zorra iba cazando.
Halla una parra, quedase mirando
de la alta vid el fruto que pendía.
Causábale mil ansias y congojas
no alcanzar a las uvas con la garra,
al mostrar a sus dientes la alta parra
negros racimos entre verdes hojas.
Miró, saltó y anduvo en probaduras;
pero vio el imposible ya de fijo.
Entonces fue cuando la zorra dijo:
"¡No las quiero comer! ¡No están maduras!"
No por eso te muestres impaciente
si se te frustra, Fabio, algún intento;
aplica bien el cuento
y di: ¡No están maduras!, frescamente.
“Los
dos conejos” de Tomás de Iriarte
Por entre unas matas,
seguido de perros
(no diré corría),
volaba un conejo.
De su madriguera
salió un compañero,
y le dijo: «Tente,
amigo, ¿qué es esto?».
«¿Qué ha de ser? -responde:
-sin aliento llego...
Dos pícaros galgos
me vienen siguiendo."
«Sí -replica el otro,
-por allí los veo...,
pero no son galgos.»
«¿Pues qué son?" «Podencos.»
«¿Qué? ¿Podencos dices?»
«Sí, como mi abuelo.»
«Galgos y muy galgos,
bien vistos los tengo.»
«Son podencos: vaya,
que no entiendes de eso.»
«Son galgos te digo.»
«Digo que podencos.»
En esta disputa,
llegando los perros,
pillan descuidados
a mis dos conejos.
Los que por cuestiones
de poco momento
dejan lo que importa
llévense este ejemplo.
Anacreóntica
de José Iglesias de la Casa
Debajo de aquel árbol
de ramas bulliciosas,
donde las auras suenan,
donde el favonio sopla,
donde sabrosos trinos
el ruiseñor entona,
y entre guijuelas ríe
la fuente sonorosa;
la mesa, oh Nise, ponme
sobre las frescas rosas,
y de sabroso vino
llena, llena la copa.
Y bebamos alegres
brindando en sed beoda
sin penas, sin cuidados,
sin sustos, sin congojas;
y deja que en la corte
los grandes en buen hora,
de adulación servidos,
con mil cuidados coman.
PROSA NARRATIVA
Nacimiento, crianza y
escuela de don Diego de Torres Villarroel
Yo nací entre las cortaduras
del papel y los rollos del pergamino en una casa breve del barrio de los
libreros de la ciudad de Salamanca, y renací por la misericordia de Dios en el
sagrado bautismo en la parroquia de San Isidoro y San Pelayo, en donde consta
este carácter, que es toda mi vanidad, mi consuelo y mi esperanza. La retahíla
del abolorio*, que dejamos atrás, está bautizada también en las iglesias de
esta ciudad, unos en San Martín, otros en San Cristóbal y otros en la iglesia catedral,
menos los dos hermanos, Roque y Francisco, que son los que trasplantaron la
casta. Los Villarroeles, que es la derivación de mi madre, también tiene de
trescientos años a esta parte asentada su raza en esta ciudad, y en los libros
de bautizados, muertos y casados, se encontrarán sus nombres y ejercicios.
Crieme, como
todos los niños, con teta y moco, lágrimas y caca, besos y papilla. No tuvo mi
madre, en mi preñado ni en mi nacimiento, antojos, revelaciones, sueños ni
señales de que yo había de ser astrólogo o sastre, santo o diablo. Pasó sus
meses sin los asombros o las pataratas que nos cuentan de otros nacidos, y yo
salí del mismo modo, naturalmente, sin más testimonios, más pronósticos ni más
señales y significaciones que las comunes porquerías en que todos nacemos
arrebujados y sumidos. Ensuciando pañales, faldas y talegos, llorando a
chorros, gimiendo a pausas, hecho el hazmerreír de las viejas de la vecindad y
el embelesamiento de mis padres, fui pasando, hasta que llegó el tiempo de la
escuela y los sabañones. Mi madre cuenta todavía algunas niñadas de aquel
tiempo: si dije este despropósito o la otra gracia, si tiré piedras, si
embadurné el vaquero**, el papa, caca y las demás sencilleces que refieren
todas las madres de sus hijos; pero siendo en ellas amor disculpable, prueba de
memoria y vejez referirlas, en mí será necedad y molestia declararlas. Quedemos
en que fui, como todos los niños del mundo, puerco y llorón, a ratos gracioso y
a veces terrible, y están dichas todas las travesuras, donaires y gracias de mi
niñez.
A los cinco años me pusieron
mis padres la cartilla en la mano, y, con ella, me clavaron en el corazón el
miedo al maestro, el horror a la escuela, el susto continuado a los azotes y
las demás angustias que la buena crianza tiene establecidas contra los
inocentes muchachos. Pagué con las nalgas el saber leer, y con muchos sopapos y
palmetas el saber escribir; y en este Argel estuve hasta los diez años,
habiendo padecido cinco en el cautiverio de Pedro Rico, que así se llamaba el
cómitre que me retuvo en su galera. Ni los halagos del maestro, ni las
amenazas, ni los castigos, ni la costumbre de ir y volver de la escuela,
pudieron engendrar en mi espíritu la más leve afición a las letras y las
planas. No nacía este rebelión de aquel común alivio que sienten los muchachos
con el ocio, la libertad y el esparcimiento, sino de un natural horror a estos
trastos, de un apetito propio a otras niñerías más ocasionadas y más dulces a
los primeros años. El trompo, el reguilete y la matraca*** eran los ídolos y
los deleites de mi puerilidad; cuanto más crecía el cuerpo y el uso de la
razón, más aborrecía el linaje de trabajo.
*Ascendencia de abuelos y antepasados.
**Vestido exterior que cubre todo el cuerpo y
se abrocha por una abertura que tiene atrás.
***El trompo o la peonza sigue existiendo
hoy. La matraca es la carraca, hoy en desuso pero aún conocida. El reguilete es
un juego olvidado que se define así en el Diccionario
de autoridades: “un palito de cuatro dedos de largo, poco más o menos, con
unas plumas en el extremo, con que juegan los muchachos con una pala”.
Fragmento
de Fray Gerundio de Campazas de José
Francisco de Isla
Su desgracia fue que siempre le deparó la
suerte maestros estrafalarios y estrambóticos como el cojo, que en todas las
facultades le enseñaban mil sandeces, formándole desde niño un gusto tan
particular a todo lo ridículo, impertinente y extravagante que jamás hubo forma
de quitársele. Y aunque muchas veces se encontró con sujetos hábiles, cuerdos y
maduros que intentaron abrirle los ojos para que distinguiese lo bueno de lo
malo [..,], nunca fue posible apearle de su capricho: tanta impresión
habían hecho en su ánimo los primeros disparates. (…)
—De
estas veinte y cuatro letras, unas se llaman vocales, y otras consonantes. Las
vocales son cinco: a, e, i, o, u. Llámanse vocales porque se pronuncian con la
boca.
—Pues, ¿acaso las otras,
señor maestro —le interrumpió Gerundico con su natural viveza—, se pronuncian
con el cu...? —y díjolo por entero.
Los muchachos se rieron
mucho. El cojo se corrió un poco; pero, tomándolo a gracia, se contentó
con ponerse un poco serio, diciéndole:
—No seas intrépido y
déjame acabar lo que iba a decir. Digo, pues, que las vocales se llaman así
porque se pronuncian con la boca y puramente con la voz; pero las consonantes
se pronuncian con otras bocales. Esto se explica mejor con los ejemplos. A,
primera vocal, se pronuncia abriendo mucho la boca: a.
Luego que oyó esto
Gerundico, abrió su boquita y, mirando a todas partes, repetía muchas
veces:
—A,a,a; tiene razón el
señor maestro.
Y este prosiguió:
—La e se pronuncia
acercando la mandíbula inferior a la superior, esto es, la quijada de abajo a
la de arriba: e.
—A ver, a ver cómo lo hago
yo, señor maestro –dijo el niño—: e, e, e, a, a, a, e. ¡Jesús, y qué cosa tan
buena!
—La i se pronuncia
acercando más las quijadas una a otra, y retirando igualmente las dos
extremidades de la boca hacia las orejas: i, i.
—Deje usted a ver si yo sé
hacerlo: i, i, i.
—Ni más ni menos, hijo mío,
y pronuncias la i a la perfección. La o se forma abriendo las quijadas, y
después juntando los labios por los extremos, sacándolos un poco hacia afuera,
y formando la misma figura de ellos como una cosa redonda, que representa una
o.
Gerundillo, con su acostumbrada
intrepidez, luego comenzó a hacer la prueba y a gritar: o, o, o. El maestro
quiso saber si los demás muchachos habían aprendido también las importantísimas
lecciones que los acababa de enseñar, y mandó que todos a un tiempo y en voz
alta pronunciasen las letras que les había explicado. Al punto se oyó una
gritería, una confusión y una algarabía de todos los diantres: unos gritaban a,
a; otros e. e; otros i, i; otros o, o. El cojo andaba de banco en banco,
mirando a unos, observando a otros y enmendando a todos: a este le abría más
las mandíbulas; a aquel se las cerraba un poco; a uno le plegaba los labios; a
otro se los descosía, y en fin, era tal la gritería, la confusión y la zambra,
que parecía la escuela ni más ni menos al coro de la Santa Iglesia de Toledo en
las vísperas de la Expectación.
PROSA ENSAYÍSTICA
“Pasión nacional” de
Benito Jerónimo Feijoo (del libro Teatro
crítico universal)
Busco en los hombres aquel amor de la patria que veo tan celebrado en los libros, quiero decir aquel amor justo, debido, noble, virtuoso, y no lo encuentro. En unos no veo algún afecto a la patria; en otros
solo veo un afecto delincuente,
que
con voz vulgarizada se llama pasión nacional. No niego que,
revolviendo las historias, se hallan a cada paso millares de víctimas sacrificadas a este ídolo. ¿Qué
guerra se emprendió sin este pretexto? ¿Qué campaña se ve bañada en sangre a cuyos cadáveres no pusiese la posteridad la honrosa inscripción funeral de que perdieron la vida por la patria? Mas si
examinamos las cosas por adentro, hallaremos que el mundo vive muy engañado en el concepto que
hace
que tenga tantos y
tan
finos devotos esta deidad imaginaria.
El pensar ventajosamente de la nación donde hemos nacido sobre todas las demás del mundo es
error, entre los comunes,
comunísimo. Raro hombre hay, y entre los plebeyos ninguno, que no juzgue que es su patria la mayorazga de la naturaleza, o mejorada en tercio y quinto en todos aquellos bienes
que ésta distribuye, ya se contemple la índole y habilidad de los naturales, ya la fertilidad de la tierra,
ya la
benignidad del clima. En
los entendimientos de escalera abajo se
representan las cosas cercanas
como
en los ojos corporales,
porque, aunque sean más pequeñas, les parecen mayores que las distantes: solo en su nación hay hombres sabios, los demás son punto menos que bestias; solo sus
costumbres son racionales; solo su lenguaje es dulce y tratable.
Este es efecto de la que llamamos pasión nacional, hija legítima de la vanidad y de la emulación.
La vanidad nos interesa en que nuestra nación se estime superior a todas, porque a cada individuo toca
parte de su aplauso; y la emulación con que miramos las extrañas, especialmente las vecinas, nos
inclina a solicitar su abatimiento.
Por
uno y otro motivo atribuyen a su nación mil fingidas excelencias aquellos mismos que conocen que son fingidas.
TEATRO
Final
de El sí de las niñas de Leandro
Fernández de Moratín
Escena XIII
DON
CARLOS, DON DIEGO, DOÑA IRENE, DOÑA FRANCISCA, RITA.
(Sale
DON CARLOS del cuarto precipitadamente; coge de un brazo a DOÑA FRANCISCA, se
la lleva hacia el fondo del teatro y se pone delante de ella para defenderla.
DOÑA IRENE se asusta y se retira.)
DON
CARLOS.- Eso no... Delante de mí nadie ha de ofenderla.
DOÑA
FRANCISCA.- ¡Carlos!
DON
CARLOS.- (A DON DIEGO) Disimule usted mi atrevimiento... He visto que la
insultaban y no me he sabido contener.
DOÑA
IRENE.- ¿Qué es lo que me sucede, Dios mío? ¿Quién es usted?... ¿Qué acciones
son éstas?... ¡Qué escándalo!
DON
DIEGO.- Aquí no hay escándalos... Ese es de quien su hija de usted está
enamorada... Separarlos y matarlos viene a ser lo mismo... Carlos... No
importa... Abraza a tu mujer. (Se abrazan DON CARLOS y DOÑA FRANCISCA, y
después se arrodillan a los pies de DON DIEGO.)
DOÑA
IRENE.- ¿Conque su sobrino de usted?...
DON
DIEGO.- Sí, señora; mi sobrino, que con sus palmadas, y su música, y su papel
me ha dado la noche más terrible que he tenido en mi vida... ¿Qué es esto,
hijos míos, qué es esto?
DOÑA
FRANCISCA.- ¿Conque usted nos perdona y nos hace felices?
DON
DIEGO.- Sí, prendas de mi alma... Sí. (Los hace levantar con expresión de
ternura.)
DOÑA
IRENE.- ¿Y es posible que usted se determina a hacer un sacrificio?...
DON
DIEGO.- Yo pude separarlos para siempre y gozar tranquilamente la posesión de
esta niña amable, pero mi conciencia no lo sufre... ¡Carlos!... ¡Paquita!...
¡Qué dolorosa impresión me deja en el alma el esfuerzo que acabo de hacer!...
Porque, al fin, soy hombre miserable y débil.
DON
CARLOS.- (Besándole las manos.) Si nuestro amor, si nuestro agradecimiento
pueden bastar a consolar a usted en tanta pérdida...
DOÑA
IRENE.- ¡Conque el bueno de Don Carlos! Vaya que...
DON
DIEGO.- Él y su hija de usted estaban locos de amor, mientras que usted y las
tías fundaban castillos en el aire, y me llenaban la cabeza de ilusiones, que
han desaparecido como un sueño... Esto resulta del abuso de autoridad, de la
opresión que la juventud padece; estas son las seguridades que dan los padres y
los tutores, y esto lo que se debe fiar en el sí de las niñas... Por una
casualidad he sabido a tiempo el error en que estaba... ¡Ay de aquellos que lo
saben tarde!
DOÑA
IRENE.- En fin, Dios los haga buenos, y que por muchos años se gocen... Venga
usted acá, señor; venga usted, que quiero abrazarle. (Abrazando a DON CARLOS,
DOÑA FRANCISCA se arrodilla y besa la mano de su madre.) Hija, Francisquita.
¡Vaya! Buena elección has tenido... Cierto que es un mozo muy galán...
Morenillo, pero tiene un mirar de ojos muy hechicero.
RITA.-
Sí, dígaselo usted, que no lo ha reparado la niña... señorita, un millón de
besos. (Se besan DOÑA FRANCISCA y RITA.)
DOÑA
FRANCISCA.- Pero ¿ves qué alegría tan grande?... ¡Y tú, como me quieres
tanto!... Siempre, siempre serás mi amiga.
DON
DIEGO.- Paquita hermosa (Abraza a DOÑA FRANCISCA), recibe los primeros abrazos
de tu nuevo padre... No temo ya la soledad terrible que amenazaba a mi vejez...
Vosotros (Asiendo de las manos a DOÑA FRANCISCA y a DON CARLOS) seréis la
delicia de mi corazón; el primer fruto de vuestro amor... sí, hijos, aquél...
no hay remedio, aquél es para mí. Y cuando le acaricie en mis brazos, podré
decir: a mí me debe su existencia este niño inocente; si sus padres viven, si
son felices, yo he sido la causa.
DON
CARLOS.- ¡Bendita sea tanta bondad!
DON
DIEGO.- Hijos, bendita sea la de Dios.